Santiago de Machaca

¿Quién es Santiago de Machaca? –resulta un poco difícil responder a esta pregunta.

Pero una cosa es cierta: Santiago de Machaca es un errante que vaga furtivamente por la ciudad, y que sólo se deja ver al filo de la tarde, en medio de las sombras, cuando se detiene en la Garita de Lima, y cuando se queda mirando a las gentes.

Santiago de Machaca es alto y flaco, encorvado, con perfil de cóndor, voz que retumba en su garganta, ojos pequeños y pómulos salientes.

Lleva un saco de cuero, pantalón de lona y enormes zapatos, con herrajes y clavos. Un sombrero de paja, redondo y de anchas alas, cubre su cabeza.

Alguna vez, Santiago de Machaca viaja al Altiplano, al Lago, a Puerto Pérez. Lleva encargos, se pone al habla con los indios y con los navegantes, y trae encargos.

Es entendido en minería y experto en soldadura autógena, y maneja ponchos de vicuña, finos aguayos y colchas de alpaca, pero no hace negocio.

Solamente vende y trabaja porque le gusta.

Muchas veces va al hospital, y entra sigilosamente a la morgue; se repantiga sobre las mesas de calamina, y habla con los muertos.

Y después cruza oscuros patios y zaguanes, sube por los graderíos, atraviesa largos corredores, se desliza por carcomidas canaletas, y se interna en lóbregos canchones; y después roba cadáveres, y los regala a los estudiantes.

Con alguna frecuencia, Santiago de Machaca se olvida de que está muerto, y va a la recova a comer un buen plato; y de repente se siente desfallecer y se llena de espanto, creyendo que está vivo.

*

Santiago de Machaca sabe muy bien que está muerto; y por idéntica razón, le causa terror sentirse vivo.

A veces lo veía en la calle y me encontraba con él, y en una de esas le dije:

—Yo te conozco, pero no sé quién eres. Ya sé que vives en la tumba, pero no sé dónde está.

Santiago de Machaca me miró sorprendido, y me dijo:

—Qué raro. Yo tampoco sé quién soy, pero sé que la tumba está en todas partes. Todos viven en la tumba, pero nadie sabe dónde está. Yo tengo un pariente en la Isla de la Luna, y me ha dicho que la tumba no existe, sino que está en el lugar donde uno vive. Y yo vivo en la tumba. Y ahora te digo que la fiebre exantemática me inspira respeto, porque me ha enseñado a conocer la tumba. Pero no niego que mi vida en la tumba es muy triste.

—¿Y por qué no te escapas de la tumba? –le pregunté yo.

—Eso sí que no puedo –dijo él–. Si me escapo de la tumba, no tendría dónde ir, y tendría que morir.

—¿Y acaso no estás muerto?

—Estoy muerto, y sé muy bien que estoy muerto; pero la cosa es que en la tumba estoy vivo. El mundo es un misterio. Hay una estrella allá arriba, que sólo aparece cuando yo la miro, y que tiene una luz azul. Esa estrella no es un misterio.

—Me sorprende –dije yo–. Se ve que realmente estás muerto, y que tienes motivos para conocer las estrellas.

—Así es –dijo él–. Pero lo malo es acostumbrarse a morir y a vivir. Lo malo es acostumbrarse a sufrir y a buscar. La costumbre es el peor enemigo del hombre. La muerte deja de ser muerte, cuando se vuelve una costumbre. El mundo deja de ser mundo, cuando se vuelve una costumbre. Para librarme de la costumbre, yo hablo con una vieja, que tiene más de cien años, y que me conoce hace mucho tiempo. Yo estoy yendo a verla; si quieres, te llevo.

Santiago de Machaca partió a paso vivo, y yo lo seguí.

Atravesamos calles y plazuelas, callejones, basurales y arboledas, puentes y espacios con olor a barro y a humo, y al cabo llegamos a un cerro oscuro, en las faldas de El Alto.

Santiago de Machaca se detuvo ante una casa de adobe, y tocó la puerta.

Apareció una vieja, y nos hizo entrar.

Era enana y cadavérica, con ojos hundidos y nariz afilada, negro mantón y falda del mismo color, que le llegaba hasta los talones.

Santiago de Machaca la saludó, y le dijo:

—No te asustes; no te enojes. Ya es de noche, y vengo con un amigo.

Se sentó en un poyo, y yo a su lado.

La vieja nos miró, y dijo:

—No me asusto; no me enojo. Pero es de noche, y vienes con un desconocido. Hay ladrones, y yo no tengo plata. No hay tiempo, y yo tengo que ir.

Así diciendo, la vieja se sentó junto al brasero, y guardó silencio.

Santiago de Machaca vaciló un momento, y con tono conciliador le dijo:

—No te molestes, señora Natividad. Yo siempre quiero verte, y siento una gran alegría cuando te veo. Hace tiempo que quería saludarte, y ahora he venido. Puedes reñirme, puedes aconsejarme y puedes condenarme, porque tienes derecho. Pero no puedes botarme de tu casa, eso nunca, porque yo soy como tu hijo. Yo he viajado con motivo de negocios, y tus parientes me han encargado que te salude. El Andrés sigue viajando a Puerto Acosta, y el Filiberto ha tenido una pelea en Santiago de Huata, y el postillón no ha podido llevar la correspondencia. El Francisco le ha quitado su sombrero al cura, y el cura se ha resentido, y no lo ha querido bautizar al hijo del Zenón.

—Siempre es así –dijo la vieja–. El Francisco me ha mandado la plata, y me han dicho que el Filiberto no quiere revocar las tumbas en miniatura.

—El Filiberto está engreído –declaró Santiago de Machaca–. Le han rogado y le han llorado, pero él se ríe de todo. Las tumbas en miniatura se han derrumbado, y sigue lloviendo.

—Ve pero –dijo la vieja.

—EI corregidor ha renegado –prosiguió Santiago de Machaca–, y para hacerse respetar, ha escrito una carta. Muchos vecinos se han emborrachado, y han maldecido, y se han botado al suelo, y han querido meter fuego a la casa del Filiberto.

—Razón tienen los vecinos –declaró la vieja–, y están en su derecho. Saben que en las tumbas en miniatura duermen los inocentes. Yo voy a ir a Jesús de Machaca, y voy a reclamar. Y voy a hablar con el cura, y le voy a dar plata. El Zenón es mi nieto, y su hijo es mi bisnieto, y tienen que bautizarlo. Yo quiero que se llame Facundo.

—Bonito nombre –dijo Santiago de Machaca–. Pero el hijo del Zenón no es tan bonito. Tiene ojos de sapo y cara de diablo. Y además, ha nacido sin orejas y sin manos.

—Eso no importa –dijo la vieja–. Las orejas y las manos crecen con el tiempo. Yo te he visto nacer, y me asusté, porque no tenías cabeza. Y con el tiempo te creció. El Sebastián nació sin brazos, y con el tiempo le crecieron. Todo crece, con el tiempo. Cuando vayas al Lago, hablas con el Zenón, y le dices que me espere. Yo le voy a llevar camisa y zapatos a su hijo.

—Para Carnaval voy a ir, y le voy a decir –dijo Santiago de Machaca–. Y también le voy a decir que no se preocupe, y que las orejas y las manos crecen con el tiempo. Y le voy a decir que su hijo tiene que llamarse Facundo, y que ese es un bonito nombre.

—Así le dices –dijo la vieja–. Yo te conozco y te estimo, eres honrado y nunca mientes, y te voy a regalar para que te compres. Y te voy a dar cigarros, para que fumes a mi nombre.

—Y yo me voy a comprar salteñas, para comer a tu nombre –dijo Santiago de Machaca–. Pero ahora hay una cosa: este señor es mi amigo, y yo quisiera invitarle una copa. ¿No tienes alcohol?

—Tengo una lata –repuso la vieja–, y yo también quiero una copa.

Sacó la lata, hizo una mezcla, y sirvió tres copas. Y luego bebimos.

—Hace frío –dije yo–. La señora Natividad es muy amable.

—Yo siempre tengo alcohol –declaró ella–. El alcohol tonifica; yo tengo más de cien años, y sigo tomando. El alcohol quema las tripas, pero alarga la vida. Mi padre tomaba cuatro botellas por día, y murió a la edad de ciento veinte años. Yo he nacido en Guaqui, y hace ochenta años que vivo en La Paz, pero siempre voy a mi pueblo. El Santiago me conoce, y yo lo quiero como a un hijo.

—Gracias a Dios –dijo Santiago de Machaca–, la señora Natividad me estima mucho; yo le tengo veneración, y siempre vengo a verla. Ella me riñe, me amonesta y me critica, y me enseña a ser gente. Por algo me ha visto nacer.

—Yo sé muchas cosas –dijo la señora Natividad–. El Santiago ha estudiado en los colegios, ha ido a las universidades, y habla mejor que un doctor, pero nunca ha querido ser doctor.

—Así es –asintió Santiago de Machaca–. Yo nunca he querido ser doctor. Yo siempre he sido indio.