El aparapita de La Paz

“… En su delirante tránsito por las calles de la ciudad, el aparapita, dejando a su paso unas huellas quizá legendarias, se proyecta con las múltiples formas de una personalidad poderosa. Qué elegancia y que desparpajo, qué decencia, qué pulcritud. No importa el color ni la forma del remiendo o su tamaño, tan grande como una hoja de Eva o más pequeño que una estampilla, con tal de cubrir una rotura. Para eso está el hilo y la aguja, dos cosas de las que no puede olvidarse un aparapita que se estima. La revelación de un misterio se encuentra implícitamente revelándose por el misterio mismo y por la gratuidad en sí, como una revelación sin la cual no podría darse el misterio no revelado; efectivamente, no queda más remedio que divagar, en este caso a que nos estamos refiriendo. Pues frente a lo incomprensible resulta inútil una aproximación por medio de las definiciones; puede que sea paradójica una cosa, pero la cuestión es el porqué. La condición humana no se explica por el empleo de sustantivos pero nosotros calificamos y sanseacabó, con eso basta y nos quedamos satisfechos: todo lo que se fuese se nos aparece como la cosa más natural del mundo. Perdón por el circunloquio, a propósito de un caso tan intrascendente como lo es el de un hombre que se desvive poniendo remiendos a unos andrajos que han salido de la basura y se pasa la vida cuidando de ellos como si fueran la niña de sus ojos mientras que, por otro lado, hace todo lo posible y lo imposible por destruirse a sí mismo sin importarle un ardite su propia persona o las averías, las heridas y los golpes que a diario recibe. Sería difícil encontrar, en términos de intensidad poética, alguien que se le iguale.

En cuanto a las virtudes morales; yo encuentro sosiego según las reflexiones fluyen para reconfortarme, pensando en las fuerzas sustentadoras de que se nutre el ángel protector. ¿Palabras que suenan a predicador de trastienda? ¿Para ridículo del que las suscribe? Las virtudes morales, en el más alto sentido –y aquí tan sólo traduzco el sentir de un aparapita cualquiera–, nos protegen de las enfermedades y de los accidentes, así como del malestar que implica el vivir, dándonos fuerza para soportar los grandes dolores, nos libran de los tormentos del hambre y de la sed, nos traen buena suerte y nos proporcionan buen humor. Por supuesto que yo estoy absolutamente convencido de que así es como debe ser. Vale la pena hacer referencia específica a la conducta moral del aparapita. Podría ser asesino, ladrón y facineroso. Razones no le faltarían. Pero él es aparapita, eso es lo que pasa y con eso está dicho todo. He aquí un hombre con una rectitud ejemplar. Es veraz, él no miente, es profundamente religioso. Es caritativo por naturaleza, bueno como el pan. Es incapaz de robar una paja. Muere con orgullo antes que pedir limosna. En los registros policiales no hay tradición de actos delictuosos cometidos por algún aparapita, pues jamás los comete. Su único delito es emborracharse, trenzándose en peleas que no pocas veces resultan sangrientas. Sus cualidades se conservan incólumes, si bien sus defectos se acentúan por causa del ambiente. Sin embargo es sanguinario por ancestro, y no hay para qué negarlo. Son memorables las hazañas de los indios. En los pueblos del Altiplano las autoridades tienen un mal fin si es que cometen desmanes. A un subprefecto lo metieron dentro de un tonel y lo hicieron hervir después de haberlo descuartizado, y entonces se lo comieron sin asco. Un cura que abusó de una india fue castigado con aquello con lo que pecó, con eso mismo, y se lo cortaron en frío, obligando al cura a que lo comiese, y luego utilizaron su cráneo para beber la sangre en caliente. La plaza del pueblo de Khollana, según se sabe, está empedrada con las calaveras de los soldados que formaban un batallón, el cual había sido enviado en plan de combate para sofocar las sublevaciones ocurridas allá por el novecientos.

Quiero volver al asunto de la vestimenta para referirme a varios detalles de la misma. Ya lo hice con el saco, y con el pantalón se repite la historia. La soga y el manteo son las herramientas de trabajo. La soga es de cuero de oveja o de llama y tiene unos tres metros de longitud. Dura una eternidad. Se lleva ya en la mano, ya enrollada alrededor de la cintura. Es sumamente resistente, como para sujetar cargas de tres quintales sobre las espaldas. (Las espaldas de los aparapitas no se llaman espaldas sino espaldarapitas: gozan de gran fama porque su fortaleza es macabra.) El manteo, más grande que diez banderas juntas, es de tocuyo, utilizándose para acarrear cosas sueltas, botellas, libros, adobes, bolsas de estuco, ladrillos. Plegada en cuatro, o en ocho, o como sea, es un colchón, para dormir. Las abarcas son de un modelo privativo. Una cuestión más o menos aparte. Se utiliza alguna llanta de la basura en la confección de la suela, quedando afirmado al pie por unas lonjas de cuero de vaca las cuales, a veces, se adornan con alguna pintura. Es lo único “decente” en su persona, pues cosa rara: estas abarcas se mantienen todo el tiempo como nuevas. Para cubrir la cabeza, en el mejor de los casos una gorra de soldado, sin visera. En su defecto, un trapo, un pedazo de cartón, una lata: cualquier cosa. La coca y la lejía en un atado junto con la plata, con los puchos de cigarrillo, con el hilo y la aguja, se guardan en un bolsillo interior del saco, que es el único; el aparapita es unibolsillo…”